
Yo había visto muchas
veces que, cuando se consagraba a un nuevo sumo sacerdote, se le hacía una incisión en el lóbulo de la oreja derecha para, mezclando esa sangre a la de los sacrificios, significar un “pacto de sangre” entre Dios y el elegido. Y me decía en el camino: ya no tiene sentido cortar más lóbulos, ya no tiene sentido el viejo sumo sacerdocio. En ese pobre hombre entregado y avasallado está el sacerdocio de verdad, el mediador válido, el acompañante definitivo.
No dicen los Evangelios que luego yo, una vez curado en mi casa, me eché a la calle y le seguí durante todo su duro camino a la cruz. Cuando veía su sangre, decía: es la sangre nueva, la que da sentido por su honda entrega, la que dice que derramar cualquier sangre es un fracaso. Iba en silencio y miraba su sangre.
Reflexión:

Hoy, por todo el país, habrá muchas procesiones. Muchas personas verán las imágenes de Cristo crucificado y se emocionarán porque tienen un sentimiento religioso. Ven la sangre (aunque se en imagen) y se emocionan. Pero lo importante es emocionarse por la entrega incondicional de este hombre a lo nuestro, por haber intentado dar alguna respuesta los sufrimientos de otros, por haber andado muchos caminos que no eran los suyos.
Desde ahí podríamos deducir que la fe cristiana apoya las hermosas entregas al otro, sostiene la incertidumbre de quien piensa que si no me pagan o me aplauden no tiene sentido darse al otro, da fuerza para sobreponerse a la falta de agradecimiento cuando me doy y no me lo reconocen.
Pregúntate:
1. ¿Cómo te suena esta espiritualidad de la entrega?
2. ¿Merece la pena seguir a un “entregado”
3. ¿Qué entregas de hoy mismo tienes pendientes?
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