TU VIDA TIENE MÁS VALOR SI TE ENTREGAS (Viernes Santo)
Lo sabéis todos. Para nosotros que estuvimos con él, su muerte fue un mazazo. ¡Cuánto nos costó reponernos! ¡Cuantísimo trabajo nos llevó verle sentido a aquello de lo que, el principio, no queríamos ni siquiera hablar. Pero hubo que hacerlo.
Vosotros nunca habéis visto crucificados. Mejor, ojalá no los veáis nunca. Nosotros los veíamos con cierta frecuencia. Era espantoso el suplicio. Era tan espantosa la desolación de sus familiares y cercanos. Quedaban marcados para siempre. “Casa del crucificado” era la peor ofensa que se podía decir de una familia.
Por eso, cuando, de lejos, lo vimos en el madero, nos quedamos helados y no sabíamos qué hacer. Fuimos cobardes. Nos escondimos en nuestras madrigueras, solos con nuestro desconcierto. No sabíamos cómo salir de aquel pozo.
Nos ayudaron muchísimo las mujeres. En aquella época, ellas contaban poco, aunque tenían nuestro aprecio. Fueron ellas las que entre lágrimas comenzaron a decir que lo de Jesús no podía terminar de aquella mala manera. Decían: su entrega no muere, su generosidad sigue con nosotros, su amor aún late, su presencia no se ha apagado.
Nos reuníamos por la noche, a la luz de una vela. Y, entre silencios, las mujeres nos hablaban de la hermosura de la entrega de Jesús, no solamente de la dureza de su muerte. Nos decían que Jesús no quiso morir en cruz; que eso se lo encontró porque proponía un estilo de vida nuevo, de más humanidad, de más calor en los corazones, de más justicia. Ese fue su gran valor. Lo hermoso de Jesús no es su muerte, decían, sino el camino de entrega que tuvo como final una muerte violenta.
Por eso las mujeres nos decían: si queréis recordarle de verdad, no lo recordéis sobre todo crucificado, sino totalmente entregado
Hoy, vosotros, los jóvenes, vais a celebrar su muerte leyendo el relato del Evangelio de san Juan. Leedlo desde la hermosura de su entrega, no desde el desastre de su muerte violenta. Pensad que se narra ahí el triste final de un corazón entregado, la belleza de una fidelidad que no se detiene ante nada.
Cuando veneréis la cruz de Jesús, pensad que estáis besando no a un muerto en cruz, sino, sobre todo, a uno que ha vivido la entrega del corazón con toda seriedad, a uno que ha acompañado con fidelidad inquebrantable, a uno que jamás ha rechazo a nadie, a uno que se dio sin guardarse para sí nada. Vacío de sí, para llenarnos a nosotros. Eso es lo que besas.
Y en la paz hermosa de este Viernes Santo, piensa que cuando te entregas a fondo, cuando te entregas con amor, cuando no te pones por delante, estás andando el camino de Jesús. Posiblemente tu vida no acabará tan dramáticamente como la suya, pero la entrega tiene un precio, el precio del desdén, de quien te dice que estás en la luna, de quien hace de la indiferencia su bandera. Paga el precio, entrégate, y una paz honda, la de Jesús, vendrá a los pliegues de tu alma.
Para pensar:
- ¿Cómo venerar más al entregado que al crucificado?
- ¿En qué puedes entregarte tú mismo y hoy mismo?