Yo, Lucas,
como digo al principio de mi Evangelio, quise indagar, muchos años después de
su muerte, sobre la persona de Jesús y la de sus seguidores. Por eso escribí un
Evangelio. Lo más difícil fue escribir sobre lo de después de su muerte. Tuve
que utilizar los moldes culturales de la época. Y pinté la resurrección al modo
de la época. Pero, en realidad, la cosa fue más sencilla, más humana, más
cotidiana, más honda.
Aquellos de Emaús habían dado cobijo a un transeúnte. Y éste "repartió el
pan" al modo de Jesús, empezando por los últimos de la mesa. Como lo hacía
Jesús. Estaban hablando en Jerusalén, a su vuelta, con sus seguidores que
mientras hubiera alguien que repartiera el pan comenzando por los últimos, él
estaría vivo. De eso hablaban.
Pero ni aun así desaparecía el espanto que había dibujado en el alma y en el
rostro de los seguidores por el hachazo de la muerte violenta de Jesús, de su
crucifixión. "Asustados y despavoridos". Así seguían. Para ahuyentar
el fantasma del miedo empezaron ha hablar de la "carne y los huesos"
de Jesús, de su amable persona, de su sonrisa, de su fortaleza, de sus abrazos,
del brillo de sus ojos. Querían ahuyentar el fantasma de su muerte violenta.
Pero alguien se atrevió y dijo: -No, hablemos también de "las manos y los
pies", hablemos claramente de su muerte injusta, de su terrible exclusión
de la sociedad y de la vida. Al principio solo eran lágrimas y silencio. Pero
luego fueron brotando las palabras y por las rendijas del alma asomaron el
asombro y la alegría. ¿Cómo pudo amar tanto? ¿Cómo pudo darse hasta ese
extremo? ¿Cómo pudo poner por delante nuestro bien al suyo? Lo mejor era que
estas preguntas no tenían respuesta. O sí había respuesta: amor, esa era la
respuesta única.
Y luego recordaron las comidas con él, comidas de pobreza, de "pescado
asado", comida de pescadores, pero comidas de alegría, de encuentro, de
complicidad, de descanso. ¿Podría haberse perdido todo aquello? No, de alguna
manera, él seguía comiendo cuando se reunían, cuando lo recordaban. Él también,
vivo y resucitado, comía el "pescado asado" cuando ellos lo comían
recordándole. Estaba "delante de ellos" cuando se sentaban a comer.
Entonces "se les abría el entendimiento" y comprendían lo que habían
dicho las Escrituras de aquel pobre que salva por su entrega, por tu total
amor. Venían a su mente los cantos del Siervo pobre que soñara Isaías. Y se
decían: él era el siervo pobre que abraza al mundo por su amor entregado. Y
todo se iluminaba. Y los hielos del alma se derretían. Y se hacía verdad
aquello que poco después de la muerte de Jesús dijera Pablo de Tarso: la muerte
había sido vencida.
No lo dudaban: estaba vivo y con ellos. La tristeza se derretía como la nieve
bajo el sol de abril. Una "fuerza de lo alto" se instalaba en el
fondo de sus vidas. Los temores se alejaban como las sombras al amanecer.
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